Si el payaso Art se está haciendo un hueco entre los villanos más icónicos del cine de terror es en buena medida porque él no solo mata a sus víctimas. Él saborea el acto de matarlas, mutilándolas con esmero y mofándose de ellas mientras las convierte en meros pedazos de carne, mezclando slapstick y brutalidad como lo haría un hijo imposible de Harpo Marx y Leatherface. Y en la tercera entrega de su saga regresa resucitado -murió decapitado al final de la segunda- para exhibir niveles de crueldad y creatividad macabra mayores de los que le creíamos capaz de alcanzar, poniendo así a prueba el aguante de hasta los estómagos más resistentes. Lo vemos aplastando cráneos, pelando caras, desmembrando cuerpos, partiendo nalgas y genitales con una motosierra y lanzando ratas hambrientas dentro del esófago de una mujer, y disfrutando con la carnicería como disfrutaría un niño dejado a su aire en una juguetería.