Filmar la adolescencia entraña siempre la misma dificultad: hay que saber mirarla de forma horizontal y desde la distancia adecuada, sin proyectar en ella una mirada adulta contaminada por la experiencia. Es la única manera de no juzgarla, de no aplicarle un filtro nostálgico, de no convertirla en exótica y ajena. Adrián Orr (‘Niñato’) encuentra la distancia perfecta en ‘A nuestros amigos’, su segundo largo, un documental atravesado por la ficción en el que sigue durante cinco años a Sara. Cuando la conocemos, Sara, de origen cubano, tiene 17 años, vive en la periferia de Madrid, sale con sus amigos del barrio y se prepara para la universidad. Cuatro años después es la misma y es otra, y ese cambio tiene tanto que ver con el paso del tiempo y las relaciones como con su entrada en una compañía de teatro: para Sara, la cultura es motor de cambio. Y esa idea es una de las más hermosas de ‘A nuestros amigos’. Orr captura con inmediatez y nervio la energía de Sara y sus amigos. Una energía y unas ganas que arrasan con todo en la adolescencia y se calman con el tiempo. Lo hace a través del cuerpo. La cámara atiende al cuerpo de los actores, se detiene en cómo se mueven, se abrazan, se tocan, y transmite la sensación adolescente de sentirse inquieto en la propia piel y la sensación posterior de ir adaptándose a ella. Pero también lo hace a través de la palabra. En las conversaciones de Sara a lo largo de los años, Orr encuentra un testimonio potentísimo de lo que supone crecer. ‘A nuestros amigos’ habla de la búsqueda de la propia identidad, de la clase (y la ambivalencia hacia el lugar donde crecimos) y de la cultura como lugar en el que encontrarse, conocerse y entender que el arte a veces exige aislarse.