Ungida de cierta espiritualidad, iniciada como un viaje en trance por el desierto, enaltecida por una mirada sobre el derrumbe evidente de la civilización occidental y culminada con la lucha por la supervivencia en un medio hostil, la cuarta película de Oliver Laxe, recompensada en el último festival de Cannes con el Premio del Jurado, es un más que convincente y potente salto cualitativo en la filmografía del cineasta. No en cuanto a temas e ideas, muy coherente con todo lo desarrollado hasta la actualidad en ‘Mimosas’ o ‘Lo que arde’, sino en relación con los medios de producción que se han tenido para conseguir una experiencia absolutamente cinética.